EL JARDÍN DE LAS DELICIAS (Cuento)

DESDE ANTES DE LA ORILLA, detrás de las chozas que años atrás eran concurridas por los veraneantes al balneario, lo vi. Asmat se encontraba tirado al borde de la orilla como muerto putrefacto que el mar vomita después de varios días y después de varias noches de rescate. Mojado y husmeado por un perro atónito que no supo diferenciar si estaba vivo o muerto, pues no le ladró, seguía tirado en la húmeda arena.  El animalito siguió su camino meneando la cola, no sin antes alzar la patita trasera y huir como niño que comete una travesura cuando va por las calles tocando de puerta en puerta. Volteó a mirarlo, pero seguía en la arena.  Parecía que le divertía, al juguetón can, hacer esto con la mayoría de borrachos que encontraba por su camino. “Total; una gota más, una gota menos” seguro pensaría el animalito. Y total, era un día feliz y despreocupado para él.

Al igual que aquel perro, las pisadas de este y de las personas que acudían a las playas después de Año Nuevo para bañarse, encontrar dinero o cualquier cosa de valor; fueron borradas por la salada agua del mar. Doce horas antes se encontraba festejando junto con sus amigos en una carpa que estaba acondicionada para una fiesta romana: frazadas, música, latas de atún, galletas, frutas, agua, cervezas y vino. Todos habían llevado algo para el bacanal de aquella noche. Él, por supuesto, había traído el vino: su bebida favorita, desde Almagro Uno Dos Tres; el lugar a donde muchas veces le acompañé a comprar varios litros y el cual luciría, de seguro, por ser su cliente fiel, un listón negro en su puerta. Muy pocos saldrían vivos después de tremendo desmadre y parece que él se quedó encerrado.

“Salió muy contento hacia una fogata en la playa”—fue lo que me dijo su primo cuando regresé a su casa pensando de que estaría allí. Solo le pregunté a él porque no quería preocupar a nadie más de su familia.

“Me parece haberlo visto—me dijo uno de sus vecinos; eso me daba esperanza de poder encontrarlo— pero ayer”. Eso me las mataba. No quería pensar algo calamitoso hasta estar seguro que, lo que diría, fuese cierto.

“Creo que salió con una chica a hacer lo que tú ya sabes—me dijo una de las personas que lograron sobrevivir— y de ahí no recuerdo más”. En efecto, yo estaba seguro de lo que me contaba y también muy seguro de que no se acordaba de nada más.  Porque por más que yo trataba de acordarme no podía, empuñaba mi cerebro para recordar más de la última vez que lo vi y no podía, era en vano preguntarle al recuerdo de la persona que era yo antes de las doce. Al igual que las pisadas del perro, de la gente que acudían a las playas, de los amigos que estaban festejando juntos con él en una carpa acondicionada para una fiesta romana: No se encontraban rastros. Solo yo me encontraba ante el cuerpo de mi amigo contemplándolo a lo lejos.  Yo también quería ser como las pisadas del perro, como las personas que van a las playas, como los amigos que estaban festejando, para que el mar borre los recuerdos de aquel fatídico Año Nuevo.

A mi amigo Asmat, el bukowskiano de las Delicias, ahora Fante.






Foto: Eduardo Asmat Fernández





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