Julio Ramón Ribeyro: Notas sobre Paradiso, Lezama Lima y Marcel Proust
Una de las características de los grandes artistas es
sacar partido de sus propias flaquezas y hacer de sus defectos virtud. Paradiso
es justamente un libro que, gracias al talento poético de su autor, se realiza
plenamente como obra literaria contra todos los principios de la escritura
novelesca, al cabo de un largo combate de seiscientas páginas en el cual el
lector tiene muchas veces la impresión de haber sido convocado, mediante esa
lectura, al espectáculo de un portentoso naufragio. A pesar de sus exorbitancias,
de sus errores flagrantes, de su evidente falta de composición, del por
momentos irresistible flujo barroco de su estilo, el libro sortea obstáculos,
se diría que se impulsa en ellos y cristaliza en una construcción inexpugnable,
solitaria, que aplasta bajo su masa las objeciones de detalle.
Paradiso no es verdaderamente una novela, al menos una novela como pueden serlo
—para tomar ejemplos muy diferentes—Los pasos perdidos o La casa verde, en las
cuales el ordenamiento de sus partes, su ajuste en función del conjunto y,
sobre todo, la maestría de su ejecución revela en sus autores a incomparables
profesionales de la novela. Paradiso se sitúa en ese ámbito de libros
heterodoxos, anárquicos, arbitrarios, nutridos de una rica sustancia
autobiográfica. Una primera aproximación a este libro sería definirlo como una
autobiografía simbólica o —como hace Painter en su magistral biografía de
Proust— una biografía creadora.
Lo que inicialmente sorprende en Paradiso es, pues, su
magnífica libertad, el carácter libérrimo de su elaboración. Esta libertad se
da en todos los niveles: lenguaje, técnica, composición, contenido estético e
ideológico. Libertad entendida no solo como el uso de espontaneidad, de
ausencia de premeditación y de plan.
El libro, desde el punto de vista de la estructura, se
presenta como una yuxtaposición de capítulos que no se ciñen a ningún esquema
de espacio, de tiempo o de argumento. Se diría que Lezama Lima los ha escrito
en diferentes épocas de su vida y tal vez con diferentes propósitos y que après
coup los ha reunido y ordenado en función del personaje central, José Cemí.
Hay algunos capítulos incluso en los que José Cemí ni los suyos aparecen, que
carecen de relación visible con el cuerpo de la narración y que constituyen
verdaderas interpolaciones, relatos dentro del relato como era corriente en la
novela renacentista.
Este carácter de yuxtaposición es extensible también a
otro elemento de la obra: la relación entre lo verosímil y lo inverosímil. A lo
largo del libro se alternan escenas que suscitan inmediatamente nuestra
credibilidad, pues son verdaderos tableaux realistas, compuestos a la
manera clásica —como la muerte del coronel o el almuerzo con el tío Alberto—,
no le ha interesado hacer invisible la soldadura entre lo probable y lo
improbable o preparar con astucia el paso de un registro a otro. Para él este
problema no se plantea, pues su estética es tan particular que admite la
cohabitación de los contrarios.
Y esto se explica, pues los contrarios se concilian en
Paradiso gracias a un pegador mágico: el lenguaje. Este asunto merecería de una
tesis doctoral. Mi propósito es solamente subrayar que Lezama Lima usa el
castellano con una jubilosa libertad, que no es solamente candor, sino el fruto
de una elección concienzuda llevada a cabo con una fanática determinación.
Sería largo examinar en detalle en qué consiste este
uso singular que hace Lezama Lima del idioma. En la raíz de este rasgo suyo se
encuentra seguramente un regusto hedonista por la palabra, una voluptuosidad
caribeña, habanera y más aún lezamiana de paladear cada voz, cada sílaba, como
si fuesen frutas o licores. Palabras como cortesanía o venatorio
regresan a menudo en su prosa, palabras hermosas en sí, voluntariamente
escogidas en reemplazo de cortesía o de cinegético porque
sencillamente son más agradables de pronunciar o de escribir que sus sinónimos.
La actitud de Lezama Lima ante el lenguaje es poética, en la medida en que el
lenguaje para él es “no solamente mensaje sino también espectáculo”, y las
palabras, más que signos convencionales destinados a la comunicación, son
objetos cargados de expresión.
Pero Lezama Lima no se contenta con singularizar su
vocabulario, si no que se extiende su apetito verbal al ámbito de la frase y
entramos al dominio de la retórica. En ningún momento el lenguaje que utilizan
sus personajes pretende ser coloquial, verista o popular, sino que siempre es
un lenguaje literario, pero llevado al paroxismo, al punto que solo puede
existir en los personajes de Lezama Lima. Todos sus personajes, sean alumnos de
primaria, tías, abuelas, militares o muchachas, emplean el mismo lenguaje, con
citas, referencias históricas, metáforas inauditas o alusiones que remiten, en
muchos casos, a un códice hermético.
“Frente a la casa de druídicas sospechas lunares y con
sayas dejadas por las estinfálidas, sentados en una mecedora de piedra de respaldo
madreporario, el chinito de los rápidos buñuelos de oro, envuelto en el lino
apotrocaico, se movía óseamente dentro de aquella casona de piedra y el lino
agrandado por el brisote del cordonazo”.
Párrafos como este, que naturalmente, fuera de su
contexto pueden parecer abruptos, abundan en Paradiso y justifican el
epíteto de barroco para calificar groso modo su prosa. Lezama Lima cubre toda
la superficie de su prosa —como los arquitectos barrocos el espacio— con
motivos ornamentales y se deleita en la complicación de las formas. A la
tendencia elíptica y ostentativa de la arquitectura barroca corresponde en la
literatura el uso frecuente de la metáfora y la paráfrasis. En lugar de la
palabra cama encontramos en Paradiso las expresiones “cuadrado de
las delicias”, “cuadrado plumoso”, “cuadrado espumoso”; el falo es “el
cilindro carnal”, “la extensa teoría flácida”, “la lombriz sonrosada”, “el
instrumento operante” o “la lanza pompeyana”; lapicero se dice “el látigo
tricoloro”, “la varita arcoíris”, “la arlequinada pluma” o “el ariete rizado
con los colores de barbería”; el río es “heraclitano fluir”, la “lengua”, “la
sin hueso”; “defecar”, “hacer el vuelco del serpentín intestinal”.
Este barroquismo literario, que en su caso puede
definirse como el rechazo sistemático de la expresión directa por el
circunloquio temerario, precioso o erudito, va acompañado de un repertorio de
símiles de una regocijante fantasía. De un falo dice que parecía una vela mayor
encendida para un ánima muy pecadora; de la luna que es una vieja buscona
trocada en capitán de guardia; de la cerveza que es un canario que toma el sol
con las alas muy abiertas; de un
mariquita que era tan prerrafaelista y femenil que hasta sus citas parecían
tener las uñas pintadas; de los malos administradores de incógnito; de un
personaje su nariz tenía algo de un centinela ateniense negándose a acariciar
un gato persa o a leer misiva secreta de Artajerjes.
Una prosa imaginista y barroca requiere no solo una
fantasía en actividad permanente sino también un sistema cultural de
referencias de una rara amplitud. Lezama Lima, al igual que los escritores de
los periodos clásicos, echa constantemente mano a la panoplia de la mitología
griega y no teme hablar de Proserpina o del Érebo para referirse a la muerte ni
comparar un fortachón con un Áyax, un hermoso Apolo, ni llamara Poseidón al
mar. Pero su sistema de referencias es polivalente, y así lo vemos invocar
también la mitología egipcia, oriental o nórdica o simplemente la historia de
China o de Francia o referirse a pintores como Piero de la Francesca, Zurbarán
o Murillo o a músicos como Brahms o Ravel o a los padres de la Iglesia o todos
los filósofos de Occidente para construir sus figuras literarias u ornar sus
ideas.
Esta recurrencia a sistemas culturales de referencia
tiene sin embargo en Lezama Lima una función muy diferente de la tradicional.
Si tomamos al zar dos autores clásicos —digamos para el caso de Virgilio y Montaigne—,
veremos que sus obras están también plagadas de este tipo de recurrencias. Si
en las Geórgicas, Virgilio habla a cada momento de Ceres, Tetis o
Júpiter o si Montaigne, para referirse a nuestra condición mortal, afirma que
la muerte nos amenaza constantemente como la roca suspendida sobre Tántalo, no
es por un prurito de erudición sino porque tales referencias formaban parte de
las costumbres literarias de su época. No solo eran hechas seriamente, sino que
remitían a un patrimonio cultural común, eran comprendidas por todos los
lectores y en el fondo cumplían una función de economía, ya que evitaban en el
autor formulaciones más vagas, complicadas o trabajosas. En el caso de Lezama
Lima el empleo de este sistema de referencias culturales tiene una raíz
irónica, pues se trata de resucitar una retórica anacrónica, que carece de
vigencia en nuestra época y que por ello mismo —como esos objetos de uso
corriente que, gracias al paso de los años, adquieren un valor artístico— asume
en la prosa de Lezama Lima un valor ornamental. La erudición en Lezama Lima es
un almacén de objetos curiosos, bellos o divertidos, utilizados no para resumir
una idea o esclarecerla, sino para introducir en su escritura elementos
suntuosos, festivos o exóticos.
A propósito de esto, la cultura de Lezama Lima, la que
se refleja en Paradiso, es un caso típico de cultura “a lo latinoamericano”,
tan diferente a la cultura europea. La cultura entre nosotros no es una
profesión ni una especialización sino, en la mayoría de los caos, un
entretenimiento, un placer, sin meta ni empleo precisos. Se trata de una
cultura que no es utilitaria, ni funcional, ni dirigida, sino fruto de lecturas
gratuitas, desordenadas, azarosas y muchas veces inútiles. Ello se debe
seguramente a que entre nosotros la cultura sigue siendo una ocupación de lujo,
sobre la cual no hay obligación de rendirle cuentas a nadie —pues los hombres
que aspiran a la cultura carecen no solo de función y de emulación, sino hasta
de interlocutores— y por ello mismo es más libre, menos sistemática. Ello
explica por qué un libro como Paradiso hace pensar en En busca del tiempo
perdido, obra con la cual tiene más de una analogía. Es raro que Lezama
Lima que cita a tantos autores en su libro, cite a Proust una sola vez y en
forma incidental. El mismo título del libro tiene una conexión subterránea con
el de la novela proustiana. La palabra Paradiso trae consigo la noción
de un mundo perdido y no solo por la existencia del poema de Milton. Diríase
que el sustantivo paraíso tiene una prolongación invisible, anclada en la
memoria del lector mediante culto, que remite al adjetivo perdido, que recuerda
a su vez al del tiempo que Proust buscó y recreó.
Por otra parte, el hecho de que Lezama Lima titulase a
su novela Paradiso prueba que ella se refiere o trata de un pasado o lugar
edénico, que ya no existe, que puede ser la infancia o la juventud, las
amistades o amores muertos o cierto tipo de vida o sociedad extinguida. En
Proust, el tiempo perdido es no solo el tiempo usado por el autor, sino también
el tiempo antiguo, irremisiblemente acabado, en el cual la aristocracia
elegante e ilustrada francesa del Faubourg Saint-Germain celebró sus últimos
fastos, para dejar paso a la marejada de la burguesía emergente. En Lezama Lima
ese paraíso es, además de la infancia de José Cemí, la vida de cierta clase
media cubana, que él evoca con tanta emoción, la de esos criollos de tanta
cortesanía, de las comidas familiares, del padre reverenciado, de los solares
con patio y muchas alcobas, un tipo de vida sosegada —a pesar de la zozobra y de los problemas
individuales de sus componentes—, en el cual la idea de un cambio de rumbo, de
un sacudimiento, o de la posibilidad de solucionar mediante una acción
colectiva las pequeñas frustraciones personales, como fue la Revolución cubana,
era impensable. Diríase que Lezama Lima, a pesar de su adhesión al nuevo
régimen, añora ese mundo, pero criticándolo al mismo tiempo, como Proust
añoraba el mundo de los Guermantes que zahirió con tanto sarcasmo. Nostalgia y
reprobación, en realidad, no se excluyen, sino que se complementan y muchas
veces se explican recíprocamente.
La analogía entre Proust y Lezama Lima no se limita a
esto. Las obras de ambos autores son también lo que se llama novelas de
formación, de educación o de aprendizaje. Ambos libros retratan con diferentes
medios el itinerario espiritual de un personaje —el narrador en Proust, José
Cemí en Lezama Lima—, itinerario que culmina en el descubrimiento por el
personaje de su vocación artística. Recordemos lo que decía al comienzo de
estas notas acerca de la sustancia autobiográfica de Paradiso. Una diferencia
fundamental radica, sin embargo, en que Proust se identifica con el narrador,
le presta su nombre y su apellido y escribe su novela en primera persona,
mientras que Lezama Lima recurre al subterfugio del personaje interpuesto y
rebautizado, José Cemí, un Lezama Lima probablemente idealizado y al empleo de
una tercera persona vacilante que se transforma a menudo en una primera persona
inexplicable.
La actitud autobiográfica de ambos autores apareja
otras similares. ¿Cómo hablar de uno mismo y de su formación sin evocar a su
familia? ¿No es en cierta forma Paradiso la crónica de una familia
cubana de la clase media ilustrada como En busca del tiempo perdido la
crónica de una familia francesa de la burguesía judía? ¿El padre y la madre de
José Cemí son el equivalente del padre y madre proustianos? Hay además una abuela
en Paradiso que recuerda por su hablar, su bondad y su muerte a la abuela de
Proust. ¿Y la Baldovina no es una Françoise disminuida, un poco relegada
después de su auspiciosa aparición en los primeros capítulos? ¿José Cemí no
sufre de asma como el narrador-Proust? ¿Frónesis será un Swann precoz y Foción
un Charlus adolescente?
Hablar de Charlus y de su Foción invita a un nuevo
paralelismo: otro tema común a ambos libros es el de la inversión. En ambas
novelas la homosexualidad es no solo la característica de varios personajes
(Charlus, Morel, Jupien, Saint-Loup en Proust; Foción Baeza, Farreluque en
Lezama Lima), sino también un motivo de disertación marginal. A la larga y
desgarradora meditación de Proust en Sodoma y Gomorra sobre los homosexuales
corresponde ese delirante dialogo, tan matizado de referencias eruditas, que
sostienen sobre el mismos tema Frónesis, Foción y Cemí. El tono de ambas
digresiones es sin embargo diferente: Lezama Lima trata el problema con un
desapego casi filosófico, lo analiza remontándose a lo que llama los mitos
germinativos o andróginos y elabora varias teorías discutibles al respecto,
expuestas alternativamente por los personajes.
Proust, sin teorizar, expone concretamente la
situación de los invertidos de su época, los clasifica, y analiza con la
lucidez y la piedad de quien es al mismo tiempo juez y parte en una causa.
Sobre el tratamiento de los temas sexuales hay también
entre Lezama Lima y Proust otra diferencia: el pudor de Proust, que omite
deliberadamente la descripción de escenas eróticas —salvo en el tiempo
recobrado, al mostrarnos un prostíbulo de invertidos—. Lezama Lima muestra una
complacencia y un amor al detalle que solo su genio descriptivo, su humor y su fantasía
salvan de la vulgaridad. Las secuencias eróticas del ya famoso capítulo octavo,
por la variedad de situaciones que presenta, constituyen casi una pieza de
valor didáctico y son sin dudad las más audaces y hermosas páginas escritas en
español moderno sobre este asunto. Para encontrar su equivalente habría que
remontarse en castellano al Arcipreste de Hita o invocar el ejemplo de los
autores libertinos franceses del siglo XVIII, o al marqués de Sade o, pasando a
nuestra época, a algunas páginas de Gente o de Burroughs
Entre Paradiso y En busca del tiempo perdido
hay finalmente otra analogía: ambos son libros únicos, totales, la suma de las
vivencias, la reflexión y el trabajo de sus autores. Ellos responden a la
concepción de ese libro ideal que imagina Gide —y que él nunca pudo escribir—
en el cual el autor “agote todas sus experiencias”. Es difícil imaginar que
Proust, de vivir más, hubiera escrito otra novela que no fuera la continuación
de En busca del tiempo perdido. Del mismo modo parce improbable que
Lezama Lima nos sorprenda con otro libro diferente, más amplio y valioso que Paradiso.
Libros-testamento, en suma, en que los autores nos ceden todo su patrimonio
espiritual y toman de paso sus disposiciones para pasar confiadamente a la
posteridad.
Al terminar estas notas, cabe hacerse esta pregunta: ¿darán
ellas una idea del valor de Paradiso? Lo decepcionante de la critica es que
siempre es fragmentaria, parcial, reflejo pobre y subalterno de algo que existe
por sí mismo y que puede pasarse muy bien sin explicaciones. Más aún en el caso
de Paradiso, libro en el que caben varias lecturas, diversas todas y
probablemente tan incompletas unas con otras. Mi intención ha sido indicar solo
algunos de sus modales y resaltar el carácter ejemplar de este libro
construido, como toda obra autentica, en el dominio de lo imposible.
Coaguila, Jorge. (2016). LA CASA SUTIL, JULIO RAMÓN RIBEYRO.
Revuelta Editores.
Imágenes: Google.
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