UN JUICIO DEL DR. JOSÉ MARÍA VALVERDE, MIEMBRO DEL JURADO DEL PREMIO BIBLIOTECA BREVE

 

UN JUICIO DEL DR. JOSÉ MARÍA VALVERDE, MIEMBRO DEL JURADO DEL PREMIO BIBLIOTECA BREVE *

(... En el redil de niños, ya no le asestaré puñetazos a ninguno de ellos, quien, después, todavía sangrando, lloraría: El otro sábado te daré de mi fiambre, pero no me pegues! Ya no le diré que bueno...)

CÉSAR VALLEJO

 

 

Hoy día, cuando la adolescencia desplaza a la niñez como época ideal de divina plenitud paradisíaca —los teen-agers dictan la moda, como «nueva clase ociosa», y son mimados y consentidos, aunque hagan el gamberro o el blousonnoir— esta magistral novela de Mario Vargas Llo­sa, sin agotar en ello su sentido, lanza un ataque frontal contra el mito de la adolescencia, aún a medio madurar.

 

Tristemente parece decir: a mayor libertad, mayor mali­cia: la época más «pura», menos «socializada» es la que da lugar a más refinada y desinteresada perversidad en el hombre.

 

Este gran motivo de desvelamiento moral está aquí de­sarrollado —como en toda auténtica novela— mediante el análisis de un tejido de costumbres establecidas: el fe­nómeno universal de que, en todo ambiente cerrado bajo una disciplina —pedagógica, militar, penitenciaria, etc.— surge sin remedio otra disciplina secreta, mucho más dura y a menudo a contrapelo de aquella: la impuesta por los chulos y los matones que subyugan a sus camaradas débi­les bajo un imperio aterrador, al lado del cual la disciplina «oficial» resulta un yugo bien ligero, y aun a veces un posible refugio para las víctimas. Tal es el tablero sobre el cual se desarrolla la apasionante marcha argumental de la novela de Mario Vargas Llosa.

 

Es probable —y deseable— que la mayoría de los lec­tores consideren exagerada la dureza del ambiente y las situaciones, y digan que esas cosas ya no pasan en su país: en todo caso, siempre siguen siendo verosímiles —y lo que importa en el arte, como dijo Aristóteles, es que una acción sea verosímil, aunque no sea real ni probable—. Nadie está seguro de qué puede volver a pasar, y, sobre todo, aunque sea en escala cada vez menor y más suave, el emparejamiento del matonismo con la disciplina, como parásito de esta, no se extinguirá mientras los hombres no mejoremos mucho —si es que vamos a mejorar—. Pen­semos solo en los ritos universales de la «novatada»: qui­zá estén en decadencia, pero hace poco los periódicos ha­blaban de algún muchacho muerto en las pruebas de iniciación de una distinguida fraternity universitaria nor­teamericana.

 

Ciertamente, Vargas Llosa presenta un ambiente insó­lito: un colegio de estudios medios que, sin ser militar, está organizado por militares y bajo disciplina militar (un tipo de institución que, según nuestras noticias personales, se ha ensayado en dos o tres países hispanoamericanos, abandonándose luego en alguno de ellos). Se podría, tal vez, sacar de esta novela una lección para quienes creen en los «colegios duros» como buenos para endurecer a los blandos y domar a los díscolos. Pero sería desviar y men­guar el sentido de este libro entenderlo como crítica a ins­tituciones pedagógicas o militares: su motivo esencial es la crítica del hombre, individuo por individuo, en la mayor parte de los casos por debajo de las propias instituciones de la sociedad. —En el polo opuesto del optimismo de Rousseau, aquí es el hombre quien corrompe las institu­ciones—. Sin embargo, también en este punto habría que precaverse contra el error de juzgar a los personajes ficti­cios como personajes reales, sean o no representativos de sus grupos sociales, y, por ahí, de creer que una novela ha de valorarse y entenderse como «opinión» y «toma de po­sición» de su autor.

 

Pues estamos en el dominio del arte: no bastaría ese hondo empeño de crítica moral para hacer de esta novela la obra maestra que es, si no fuera Mario Vargas Llosa un escritor de excepción, increíblemente maduro en el arran­que de su juventud, y capaz de incorporar todas las expe­riencias de la novela «de vanguardia» a un sentido «clá­sico» del relato: «clásico», en los dos puntos básicos del arte de novelar: Que hay que contar una experiencia pro­ funda que nos emocione al vivirla imaginativamente; y que hay que contarla con arte, incluso —para subrayar lo menos importante— con habilidad para arrastrar en­candilado al lector hasta el desenlace —con eso que ahora  se llama suspense, suicidamente desdeñado por los nove­ listas actuales que no son «de misterio», y que E. M. Forster resumía en la ansiosa pregunta: «¿Y qué más?»—. Pero este elemento actúa solo de modo muy sobrio, aunque decisivo, en la obra de Vargas Llosa, y de poco serviría si no fuera simplemente una pieza más en su vasto re­pertorio de recursos artísticos. Pues, para resumirlo en una palabra clave: se trata de una novela «poética», en que culmina la manera actual de entender la prosa narrativa entre los hispanoamericanos —por fortuna para ellos—. Cada palabra, cada frase, está dicha y oída como en un poema —ya va siendo hora de que se borren las fronteras entre lírica, épica en verso y épica en prosa—. En algu­nas ocasiones, y precisamente para velar episodios de especial crudeza, el lenguaje se musicaliza, se pone en trance hipnótico: hasta las palabrotas se convierten en ele­mento rítmico, se depuran en su función de sonido, de creación de atmósfera, confusa y sugerente a la vez, en que importa más el estado de ánimo que lo que pasa. (Para el lector español, los frecuentes americanismos y peruanismos contribuyen a esa función mágica del len­guaje).

Pero el análisis de las cualidades de esta novela, una por una, no basta para razonar su valor impar, que el lector per­cibe en forma abrumadora, angustiosa, poco propicia para reflexiones teóricas.

Por mi parte debo confesar que, aunque convencido en teoría de que el género novelístico está difunto, me hube de rendir en seguida a la evidencia de hallarme ante una obra excepcional. Al concedérsele —por rara unani­midad— el Premio Biblioteca Breve 1962, dije a un pe­riodista: «Es la mejor novela de lengua española desde Don Segundo Sombra»; y, amigo de la puntualización pe­dante, añadí: «que se publicó el mismo año que nací yo, 1926». Ahora lo repito, ya en frío, diciendo también —como J. Middleton Murry cuando saludó en el Ulysses de Joyce una pieza maestra—: «Digámoslo claramente, para poder tener nuestra porción de desprecio o de gloria dentro de cien años».

 

JOSÉ MARÍA VALVERDE





*  La primera edición de la obra incluye un texto de José María Valverde con algunas de las consideraciones que le expresó por escrito a su compañero de universidad, Carlos Robles Piquer, a la sazón director general de Información, para la autorización de la obra en contra de los informes negativos emitidos por los censores.



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