"Los incas ajedrecistas" (1532-1533) Una tradición de Ricardo Palma
I
Atahualpa
Al doctor Evaristo
P. Duclos, insigne ajedrecista
Los moros, que durante
siete siglos dominaron España, introdujeron en el país conquistado la afición
al juego de ajedrez. Terminada la expulsión de los invasores por la católica
reina Isabel, era de presumirse que con ellos desparecerían todos sus hábitos y
distracciones; pero lejos de eso, entre los heroicos capitanes que en Granada
aniquilaron el ultimo baluarte del islamismo, había echado hondas raíces el
gusto por el tablero de las sesenta y cuatro casillas o escaques, como en
heráldica se llaman.
Pronto dejo de ser el
ajedrez el juego favorito y exclusivo de los hombres de guerra, pues cundió
entre las gentes de la Iglesia, abades, obispos, cónicos y frailes de
campanillas. Así, cuando el descubrimiento y la conquista de América fueron
realidad gloriosa para España, llego a ser como patente o pasaporte de cultura
social para todo el que al Nuevo Mundo venia investido de cargo de importancia
el verle mover piezas en el tablero.
El primer libro que sobre
el ajedrez se imprimiera en España apareció en el primer cuarto de siglo
posterior a la conquista del Perú, con el título Invención liberal y arte de
axedrez, por Ruy López de Segovia, clérigo, vecino de la villa de Zafra, y se
imprimió en Alcalá de Henares en 1561. Ruy López es considerado como fundador de
teorías y poco de su aparición se tradujo el opúsculo al francés y al italiano.
El librito abundo en Lima
hasta 1845, poco más o menos, en que aparecieron ejemplares del Philidor, y era
de obligada consulta allá en los días lejanísimos de mi pubertad, así como el
Cecinarrica para los jugadores de damas. Hoy no se encuentra el Lima, ni por un
ojo de la cara, ejemplar de ninguno de los dos viejísimos textos.
Que muchos de los
capitanes que acompañaron a Pizarro en la conquista, así como los gobernadores
de Vaca de Castro y La Gasca, y los primeros virreyes Núñez de Vela, marques de
Cañete y el conde de Nieva, distrajeron sus ocios en las peripecias de una
partida, no es cosa que llame la atención desde que el primer arzobispo de Lima
fue vicioso en el juego del ajedrez, que hasta llego a comprometer, por no
resistirse a tributarle culto, el prestigio de las armas reales. Según Jiménez
de la Espada, cuando la Audiencia encomendó a uno de sus oidores y al arzobispo
don fray Jerónimo de Loayza la dirección de la campaña contra el caudillo
revolucionario Hernández Girón, la musa popular del campamento realista zahirió
la pachorra del hombre de toga y la afición del mitrado al ajedrez con este
cantarcillo pobre rima, pero rico en verdades:
El uno jugar y el otro dormir,
¡oh qué gentil!
No comer ni apercibir
¡oh qué gentil!
¡Una ronca y el otro
juega...!
y así va la brega!
Los soldados, entregados
a la inercia en el campamento y desatendidos en la provisión de víveres, principiaban
ya a desmoralizarse, y acaso el éxito habría favorecido a los rebeldes si la
Audiencia no hubiera tomado el acuerdo de separar al oidor marmota y al
arzobispo ajedrecista.
(Nótese que he subrayado
la palabra ajedrecista, porque el vocablo, por mucho que su uso sea
general, no se encuentra en el Diccionario de la Academia, como tampoco existe
en él el de ajedrista, que he leído en un libro del egregio Don Juan Valera)
*
Se sabe, por tradición,
que los capitanes Hernández de Soto, Juan de Rada, Francisco de Chaves, Blas de
Atienza y el tesorero Riquelme se congregaban todas las tardes, en Cajamarca,
en el departamento que sirvió de prisión al Inca Atahualpa desde el 15 de
noviembre de 1532, en que efectuó la captura del monarca, hasta la antevíspera
de su injustificable sacrificio el 29 de agosto de 1533.
Allí, para los cinco
nombrados y tres o cuatro más que no se mencionan en sucintos y curiosos
apuntes (que a la vista tuvimos, consignados en rancio manuscrito que existió
en la antigua Biblioteca nacional), funcionaban dos tableros, toscamente
pintados, sobre la respectiva mesita de madera. Las piezas eran hechas del
mismo barro que empleaban los indígenas para la fabricación de idolillos y
demás objetos de alfarería aborigen, que hogaño se extraen de las huacas. Hasta
los primeros años de la república no se conocieron en el Perú otras piezas que
las de marfil, que remitían para la venta los comerciantes filipinos.
Honda preocupación
abrumaría el espíritu del Inca en los dos o tres primeros meses de su
cautiverio, pues, aunque todas las tardes tomaba asiento junto a Hernando de
Soto, su amigo y amparador, no daba señales de haberse dado cuenta de la manera
como actuaban la pieza ni de los lances y accidentes del juego. Pero una tarde,
en las jugadas finales de una partida empeñada entre Soto y Riquelme, hizo el
ademán Hernando de Soto de movilizar el caballo, y el Inca, tocándole
ligeramente en el brazo, le dijo en voz baja:
- No, capitán, no... ¡El
castillo!
La sorpresa fue general,
Hernando, después de breves segundos de meditación, puso en juego la torre,
como le aconsejara Atahualpa, y pocas jugadas después sufría Riquelme
inevitable mate.
Después de aquella tarde,
y cediéndole siempre las piezas blancas, y al cabo de un par de meses el
discípulo era ya digno del maestro. Jugaba de igual a igual.
Comentábase, en los
apuntes a que me he referido que los otros ajedrecistas españoles, con
excepción de Riquelme invitaron al Inca; pero este se excusó siempre de
aceptar, diciéndoles por medio del intérprete Felipillo:
- Yo juego muy poquito y
vuestra merced juega mucho.
La tradición popular
asegura que el Inca no habría sido condenado a muerte si hubiera permanecido
ignorante en el ajedrez. Dice el pueblo que Atahualpa pagó con su vida el mate
que por su consejo sufriera Riquelme en memorable tarde. En el famoso consejo
de veinticuatro jueces, consejo convocado por Pizarro, se impuso a Atahualpa la
pena de muerte por trece votos contra once. Riquelme fue de los trece que
suscribieron la sentencia.
II
Manco
Inca
A Jesús Elías y
Salas
Después del
injustificable sacrificio de Atahualpa, se encaminó Don Francisco Pizarro al
Cuzco, en 1534, y para propiciarse el afecto de los cuzqueños, declaró no venir
a quitar a sus caciques sus señoríos y propiedades, ni a desconocer sus
preeminencias, y que castigado ya en Cajamarca, con la muerte, el usurpador
asesino del legitimo inca Huáscar, se proponía entregar la insignia imperial al
Inca Manco, mancebo de dieciocho años, legitimo heredero de su hermano Huáscar.
La coronación se efectuó con gran solemnidad, trasladándose luego Pizarro al
valle de Jauja, de donde siguió al del Rímac o Pachacamac para hacer la
fundación de la capital del futuro virreinato.
No tengo para que
historiar los sucesos y causas que motivaron la ruptura de las relaciones entre
el Inca y los españoles acaudillados por Juan Pizarro, y a la muerte de éste,
por su hermano Hernando. Bástame apuntar que Manco se dio trazas para huir de
Cuzco y establecer su gobierno en las altiplanicies
En la contienda entre
pizarristas y almagristas, Manco prestó a los últimos algunos servicios y
consumada la ruina y victimación de Almagro el Mozo, doce o quince de los
vencidos, entre los que se contaban los capitanes Diego Méndez y Gómez Pérez,
hallaron refugio al lado del Inca, que había fijado su corte en Vilcapampa.
Méndez, Pérez y cuatro o
cinco más de sus compañeros de infortunio se entretenían en el juego de bolos
(bochas) y en el del ajedrez. El Inca se aespañoló (verbo de aquel siglo,
equivalente a se españolizó) fácilmente, cobrando gran afición y aun destreza
en ambos juegos, sobresaliendo como ajedrecista.
Estaba escrito que como
al Inca Atahualpa, la afición al ajedrez había de serle fatal al Inca Manco.
Una tarde hallábanse
empeñados en una partida el Inca Manco y Gómez Pérez teniendo por mirones a
Diego Méndez y a tres caciques.
Manco hizo una jugada de
enroque no consentida por las practicas del juego, y Gómez Pérez le arguyó:
–Es tarde para ese
enroque, señor fullero.
No sabemos si el Inca
alcanzaría a darse cuenta de la acepción despectiva de la palabreja castellana;
pero insistió en defender la que él creía correcta y válida jugada. Gómez Pérez
volvió la cara hacia su paisano Diego Méndez, y le dijo:
–¡Mire, capitán, con la
que me sale este indio pu....erco!
Aquí cedo la palabra al
cronista anónimo cuyo manuscrito, que alcanza hasta la época del virrey Toledo,
figura en el tomo VIII de documentos inéditos del archivo de indias: “El Inca
alzó entonces la mano y dióle un bofetón al español. Éste metió mano a su daga
y le dió dos puñaladas, de las que luego murió. Los indios acudieron a la
venganza; e hicieron pedazos a dicho matador y a cuantos españoles en aquella
provincia de Vilcapampa estaban”.
Varios cronistas dicen
que la querella tuvo lugar en el juego de bolos, pero otros afirman que el
trágico suceso fue motivado por desacuerdo en una jugada de ajedrez.
La tradición popular
entre los cuzqueños, es la que yo relato, apoyándome también en la autoridad
del anónimo escritor del siglo XVI.
Referencia bibliográfica:
Ricardo Palma. (1968). Tradiciones peruanas completas. Editorial Aguilar.
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