TRES CUESTIONES HISTÓRICAS SOBRE PIZARRO: Una tradición de Ricardo Palma
I
Variadísimas
y contradictorias son las opiniones históricas sobre si Pizarro supo o no
escribir, y cronistas sesudos y minuciosos aseveran que ni aun conoció la O por
redonda. Así se ha generalizado la anécdota de que estando Atahualpa en la
prisión de Cajamarca, uno de los soldados que lo custodiaban le escribió en la
uña la palabra Dios. El prisionero mostraba lo escrito a cuantos lo visitaban,
y hallando que todos, excepto Pizarro, acertaban a descifrar de corrido los
signos, tuvo desde ese instante en menos al jefe de la conquista, y lo
consideró inferior al último de los españoles. Deducen de aquí malignos o
apasionados escritores que don Francisco se sintió lastimado en su amor propio
y que por tan pueril quisquilla se vengó del inca haciéndolo degollar.
Duro
se nos hace creer que quien hombreándose con lo más granado de la nobleza
española, pues alanceó toros en presencia de la reina doña Juana y de su corte,
adquiriendo por su gallardía y destreza de picador fama tan imperecedera como
la que años más tarde se conquistara por sus hazañas en el Perú; duro es,
repetimos, concebir que hubiera sido indolente hasta el punto de ignorar el
abecedario, tanto más, cuanto que Pizarro, aunque soldado rudo, supo estimar y
distinguir a los hombres de letras.
Además,
en el siglo del emperador Carlos V no se descuidaba tanto como en los
anteriores la instrucción. No se sostenía ya que eso de saber leer y escribir
era propio de segundones y de frailes, y empezaba a causar risa la fórmula
empleada por los Reyes Católicos en el pergamino con que agraciaban a los
nobles a quienes hacían la merced de nombrar ayudas de Cámara, título tanto o
más codiciado que el hábito de las órdenes de Santiago, Montesa, Alcántara y
Calatrava. Una de las frases más curiosas y que, dígase lo que se quiera en
contrario, encierra mucho de ofensivo a la dignidad del hombre, era la
siguiente: «Y por cuanto vos (Perico de los Palotes) nos habéis probado no
saber leer ni escribir y ser expedito en el manejo de la aguja, hemos venido en
nombraros ayuda de nuestra real Cámara, etc.».
Pedro
Sancho y Francisco de Jerez, secretarios de Pizarro, antes que Antonio Picado
desempeñara tal empleo, han dejado algunas noticias sobre su jefe; y de ellas,
lejos de resultar la sospecha de tan suprema ignorancia, aparece que el
gobernador leyó cartas.
Tratándose
de Almagro el Viejo es punto históricamente comprobado que no supo leer.
Lo
que sí está para nosotros fuera de duda, como lo está para el ilustre Quintana,
es que don Francisco Pizarro no supo escribir, por mucho que la opinión de sus
contemporáneos no ande uniforme en este punto. Bastaría para probarlo tener a
la vista el contrato de compañía celebrado en Panamá, a 10 de marzo de 1525,
entre el clérigo Luque, Pizarro y Almagro, que concluye literalmente así: «Y
porque no saben firmar el dicho capitán Francisco Pizarro y Diego de Almagro,
firmaron por ellos en el registro de esta carta Juan del Panés y Álvaro del
Quito».
Un
historiador del pasado siglo dice:
«En
el archivo eclesiástico de Lima he encontrado varias cédulas e instrumentos
firmados del marqués (en gallarda letra), los que mostré a varias personas,
cotejando unas firmas con otras, admirado de las audacias de la calumnia con
que intentaron sus enemigos desdorarlo y apocarlo, vengando así contra este
gran capitán las pasiones propias y heredadas».
En
oposición a éste, Zárate y otros cronistas dicen que Pizarro sólo sabía hacer
dos rúbricas, y que en medio de ellas, el secretario ponía estas palabras: El
marqués Francisco Pizarro.
Los
documentos que de Pizarro he visto en la biblioteca de Lima, sección de
manuscritos, tienen todos las dos rúbricas. En unos se lee Franx.º Piçarro, y en muy pocos El marqués.
En el Archivo Nacional y en el del Cabildo existen también varios de estos
autógrafos.
Poniendo
término a la cuestión de si Pizarro supo o no firmar, me decido por la
negativa, y he aquí la razón más concluyente que para ello tengo:
En
el Archivo general de Indias, establecido en la que fue Casa de Contratación en
Sevilla, hay varias cartas en las que, como en los documentos que poseemos en
Lima, se reconoce, hasta por el menos entendido en paleografía; que la letra de
la firma es, a veces, de la misma mano del pendolista o amanuense que escribió
el cuerpo del documento. «Pero si duda cupiese -añade un distinguido escritor
bonaerense, don Vicente Quesada, que en 1874 visitó el Archivo de Indias-, he
visto en una información, en la cual Pizarro declara como testigo, que el
escribano da fe de que después de prestada la declaración, la señaló con las
señales que acostumbraba hacer, mientras que da fe en otras declaraciones de
que los testigos las firman a su presencia».
II
Don
Francisco Pizarro no fue marqués de los Atavillos ni marqués de los Charcas,
como con variedad lo llaman muchísimos escritores. No hay documento oficial
alguno con que se puedan comprobar estos títulos, ni el mismo Pizarro en el
encabezamiento de órdenes y bandos usó otro dictado que este: El marqués.
En
apoyo de nuestra creencia, citaremos las palabras de Gonzalo Pizarro cuando,
prisionero de Gasca, lo reconvino éste por su rebeldía e ingratitud para con el
rey, que tanto había distinguido y honrado a don Francisco: «La merced que su
majestad hizo a mi hermano fue solamente el título y nombre de marqués, sin
darle estado alguno, y si no díganme cuál es».
El
blasón y armas del marqués Pizarro era el siguiente: escudo puesto a mantel; en
la primera parte, en oro, águila negra, columnas y aguas; y en rojo, castillo
de oro, orla de ocho lobos, en oro; en la segunda parte, puesto a mantel en
rojo, castillo de oro con una corona; y en plata, león rojo con una F y debajo,
en plata, león rojo; en la parte baja, campo de plata, once cabezas de indios y
la del medio coronada; orla total con cadenas y ocho grifos, en oro; al timbre,
coronel de marqués.
En
una carta que con fecha 10 de octubre de 1537 dirigió Carlos V a Pizarro, se
leen estos conceptos que vigorizan nuestra afirmación: «Entretanto os llamaréis
marqués, como os lo escribo, que, por no saber el nombre que tendrá la tierra
que en repartimiento se os dará, no se envía ahora dicho título», y como hasta
la llegada de Vaca de Castro no se habían determinado por la corona las tierras
y vasallos que constituirían el marquesado, es claro que don Francisco no fue
sino marqués a secas, o marqués sin marquesado, como dijo su hermano Gonzalo.
Sabido
es que Pizarro tuvo en doña Angelina, hija de Atahualpa, un niño a quien se
bautizó con el nombre de Francisco, el que murió antes de cumplir quince años.
En doña Inés Huaylas o Yupanqui, hija de Manco-Capac, tuvo una niña, doña
Francisca, la cual casó en España en primeras nupcias con su tío Fernando y después
con don Pedro Arias.
Por
cédula real y sin que hubiera mediado matrimonio con doña Angelina o doña Inés,
fueron declarados legítimos los hijos de Pizarro. Si éste hubiera tenido tal
título de marqués de los Atavillos, habríanlo heredado sus descendientes. Fue
casi un siglo después, en 1628, cuando don Juan Fernando Pizarro, nieto de doña
Francisca, obtuvo del rey el título de marqués de la Conquista.
Piferrer
en su Nobiliario español dice que, según los genealogistas, era muy antiguo e
ilustre el linaje de los Pizarros; que algunos de ese apellido se distinguieron
con Pelayo en Covadonga, y que luego sus descendientes se avecindaron en
Aragón, Navarra y Extremadura. Y concluye estampando que las armas del linaje
de los Pizarros son: «escudo de oro y un pino con piñas de oro, acompañado de
dos lobos empinantes al mismo y de dos pizarras al pie del tronco». Estos
genealogistas se las pintan para inventar abolengos y entroncamientos. ¡Para el
tonto que crea en los muy embusteros!
III
Acerca
de la bandera de Pizarro hay también un error que me propongo desvanecer.
Jurada
en 1521 la independencia del Perú, el Cabildo de Lima pasó al generalísimo don
José de San Martín un oficio, por el cual la ciudad le hacía el obsequio del
estandarte de Pizarro. Poco antes de morir en Bologne, este prohombre de la
revolución americana hizo testamento, devolviendo a Lima la obsequiada bandera.
En efecto, los albaceas hicieron formal entrega de la preciosa reliquia a
nuestro representante en París, y éste cuidó de remitirla al gobierno del Perú
en una caja muy bien acondicionada. Fue esto en los días de la fugaz
administración del general Pezet, y entonces tuvimos ocasión de ver el clásico
estandarte depositado en uno de los salones del ministerio de Relaciones
exteriores. A la caída de este gobierno,
el 6 de noviembre de 1865, el populacho saqueó varias de las oficinas de
palacio, y desapareció la bandera, que acaso fue despedazada por algún rabioso
demagogo, que se imaginaría ver en ella un comprobante de las calumnias que por
entonces inventó el espíritu de partido para derrocar al presidente Pezet,
vencedor en los campos de Junín y Ayacucho, y a quien acusaban sus enemigos
políticos de connivencias criminales con España, para someter nuevamente el
país al yugo de la antigua metrópoli.
Las
turbas no raciocinan ni discuten, y mientras más absurda sea la especie más
fácil aceptación encuentra.
La
bandera que nosotros vimos tenía, no las armas de España, sino las que Carlos V
acordó a la ciudad por real cédula de 7 de diciembre de 1537. Las armas de Lima
eran: un escudo en campo azul con tres coronas regias en triángulo, y encima de
ellas una estrella de oro cuyas puntas tocaban las coronas. Por orla, en campo
colorado, se leía este mote en letras de oro: Hoc signum vere regum est. Por
timbre y divisa dos águilas negras con corona de oro, una J y una K (primeras
letras de Karolus y Juana, los monarcas), y encima de estas letras una estrella
de oro. Esta bandera era la que el alférez real por juro de heredad, paseaba el
día 5 de enero en las procesiones de Corpus y Santa Rosa, proclamación de
soberano y otros actos de igual solemnidad.
El
pueblo de Lima dio impropiamente en llamar a ese estandarte la bandera de
Pizarro, y sin examen aceptó que ese fue el pendón de guerra que los españoles
trajeron para la conquista. Y pasando sin refutarse de generación en
generación, el error se hizo tradicional e histórico.
Ocupémonos ahora del verdadero estandarte de Pizarro.
Después
del suplicio de Atahualpa, se encaminó al Cuzco don Francisco Pizarro, y
creemos que fue el 16 de noviembre de 1533 cuando verificó su entrada triunfal
en la augusta capital de los incas.
El
estandarte que en esa ocasión llevaba su alférez Jerónimo Aliaga era de la
forma que la gente de iglesia llama gonfalón. En una de sus caras, de damasco
color grana, estaban bordadas las armas de Carlos V; y en la opuesta, que era
de color blanco según unos, o amarillo según otros, se veía pintado al apóstol Santiago
en actitud de combate sobre un caballo blanco con escudo, coraza y casco de
plumeros o airones, luciendo una cruz roja en el pecho y una espada en la mano
derecha.
Cuando Pizarro salió del Cuzco (para pasar al valle de Jauja y fundar la ciudad de Lima) no lo hizo en son de guerra, y dejó depositada su bandera o gonfalón en el templo del Sol, convertido ya en catedral cristiana. Durante las luchas civiles de los conquistadores, ni almagristas ni gonzalistas ni gironistas ni realistas se atrevieron a llevarlo a los combates, y permaneció como objeto sagrado en un altar. Allí, en 1825, un mes después de la batalla de Ayacucho, lo encontró el general Sucre, éste lo envió a Bogotá y el gobierno inmediatamente lo remitió a Bolívar, quien lo sometió a la municipalidad de Caracas, donde actualmente se conserva. Ignoramos si tres siglos y medio de fecha habrán bastado para convertir en hilachas el emblema marcial de la conquista.
Referencia bibliográfica:
Ricardo Palma. (1968). Tradiciones peruanas completas. Editorial Aguilar.
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