La noche en que Frankenstein leyó el Quijote
¿Leyó
Frankenstein alguna vez el Quijote? Vayamos paso a paso.
Era
el verano de 1816. Mary Shelley y su esposo, el también escritor Percy Bysshe
Shelley, acudieron a Suiza, a una hermosa casa en las montañas que su amigo
lord Byron tenía en aquel lugar. Allí disfrutaban todos los invitados de un
maravilloso verano alpino henchido de bosques, valles y senderos por los que a
menudo caminaban para ejercitarse, al tiempo que así admiraban los
espectaculares paisajes de aquel territorio. Pero un día, en uno de esos
frecuentes cambios meteorológicos propios de las zonas montañosas, las nubes
taparon el sol y las lluvias interrumpieron sus excursiones. Y no sólo por una
jornada o dos, sino que la lluvia pareció encontrarse cómoda entre aquellas
laderas verdes y decidió instalarse por un largo período. Byron, el matrimonio
Shelley y el resto de los invitados optaron entonces por reunirse a la luz de
una hoguera que ardía en una gran chimenea de la casa en la que se habían
instalado y allí, entre copa y copa de vino, deleitarse en la lectura en voz
alta que Percy Shelley realizaba de diferentes clásicos de la literatura
universal.
Percy
Shelley era un reconocido poeta que, como Byron, había tenido que escapar de
Inglaterra por el revolucionario tono de muchos de sus poemas contra el
gobierno conservador británico que se oponía, entre otras cosas, a cambios en
una vetusta ley electoral que impedía que los barrios obreros tuvieran los
mismos representantes parlamentarios que las zonas rurales más conservadoras.
El caso es que Percy sabía leer en público o declamar de modo que agitaba los
corazones o despertaba la imaginación de quien le escuchara.
Lo
sabemos con detalle porque todo esto nos lo cuenta la propia Mary Shelley, su
esposa: por un lado, en el prólogo a su obra Frankenstein y, por otro,
en su propio diario personal, en donde, día a día, la intrépida autora se
tomaba la molestia de dejar constancia de todo aquello que había hecho cada
jornada: unos escritos que ahora constituyen una pequeña gran joya para
críticos literarios y curiosos de toda condición (entre los que me incluyo).
Así, Mary nos describe cómo lord Byron, uno de esos interminables días de
tormenta veraniega, sin posibilidad de poder salir a la montaña o realizar
cualquier otra actividad en el exterior de la casa, se levantó y lanzó un gran
reto. Como no podía ser de otra forma, teniendo en cuenta a muchos de los allí
presentes, se trataba de un reto literario.
—Os
propongo un concurso.
—¿Qué
tipo de concurso? —preguntó Percy intrigado y poniendo palabras a la curiosidad
de todos los presentes.
—Propongo
—empezó entonces lord Byron— que cada uno de nosotros escriba un relato, una
historia de terror —dijo bajando la voz, envuelto en las sombras que proyectaba
el fuego de la chimenea—. Y el que consideremos como el relato más terrorífico,
ése ganará el concurso.
Era,
sin duda, un desafío apasionante, y más aún teniendo en cuenta el saber hacer
literario de muchos de los allí reunidos, pero la brillante idea, no obstante,
cayó en el olvido con rapidez en cuanto salió el sol y regresó el buen tiempo.
Byron y Percy Shelley eran grandes escritores, pero inconstantes (los hombres…
ya se sabe), y pronto dejaron las plumas y la tinta y las palabras escritas y
se adentraron de nuevo en los hermosos bosques de los Alpes.
Por
el contrario, Mary Shelley, mucho más disciplinada que cualquiera de sus amigos
masculinos, no se dejó distraer o tentar por las maravillas de la naturaleza,
sino que prefirió permanecer en aquella casa y día a día, noche a noche,
engendró la maravillosa novela titulada Frankenstein o el moderno Prometeo.
Por cierto, Frankenstein no es el monstruo, o la «criatura», como cariñosamente
la define la propia Mary Shelley, sino
Victor Frankenstein, el doctor que la crea, aunque
todos pensemos siempre en esta criatura cuando oímos el apellido del doctor
alemán. Pero lo más interesante de esta historia es que la escritora no creó
esta novela desde la nada absoluta, sino imbuida por esos espacios montañosos
que la rodeaban (y muchas montañas y frío y nieve hay, sin duda, en el libro
que escribió, que abre con un viaje a una región polar); y también influida, de
una forma u otra, por las maravillosas lecturas que su esposo Percy seguía
haciendo por las noches junto a la chimenea de grandes clásicos de la
literatura.
Mary
escribía sobre todo durante el día, pero seguía compartiendo con todos las
veladas de lectura colectiva donde su marido proseguía deleitándolos con su
mágica dicción, que, estoy seguro de ello, debía de dar vida a cada uno de
aquellos personajes que aparecían en las novelas seleccionadas. Y una noche
especial, tras largas caminatas para unos en la montaña y una intensa sesión de
escritura para Mary, Percy eligió una obra maestra de la literatura española
traducida al inglés: Don Quijote. Así lo recoge Mary Shelley en su
diario en la entrada del 7 de octubre de 1816: «Percy lee Curtius y Clarendon;
escribir; Percy lee Don Quijote por la noche.» Y así siguió su marido
leyendo cada noche durante todo un mes, un mes eterno e inolvidable para la
historia de la literatura universal en el que Mary escribía su gran novela.
Hasta que el 7 de noviembre Mary anota en su diario: «Escribir. Percy lee
Montaigne por la mañana y termina la lectura de Don Quijote por la
noche.»
Mary
Shelley se enamoró de la literatura mediterránea y en particular de Cervantes,
ya fuera por la pasión con la que Percy leyó aquella traducción del Quijote,
o por sus largas estancias en países del sur de Europa. El hecho es que Mary
Shelley, años después, entre 1835 y 1837, escribiría la más que bien
documentada y aún más que interesante Vidas de los más eminentes hombres de
la ciencia y la literatura de Italia, España y Portugal, donde, entre otros
muchos autores italianos y portugueses, biografiaba también las vidas de
poetas, dramaturgos y novelistas españoles como Boscán, Garcilaso de la Vega,
Cervantes, Lope de Vega, Góngora, Quevedo o Calderón de la Barca. Y es que Mary
Shelley hablaba no sólo inglés, sino francés, italiano, portugués y hasta
español. ¿Y cómo aprendió español? Muy «sencillo» (obsérvese que escribo
sencillo entre comillas): tanto le gustaron el Quijote y su lectura por
parte de su esposo en 1816 que, cuatro años después, en 1820, volvió a leerlo,
después de haber iniciado el estudio del español, pero esta vez lo leyó
directamente en castellano. Y tal es la pasión que Mary Shelley sintió por esa
gran obra que el lector curioso encontrará una referencia a Sancho Panza en el
prólogo a Frankenstein, igual que podrá observar que la novela de Mary
Shelley presenta su relato a través de múltiples narradores (el aventurero
Walton, el doctor Frankenstein y hasta el propio monstruo); es decir, la misma
técnica narrativa que Cervantes usó para el desarrollo del Quijote (narrado
por alguien que encontró un supuesto original en árabe que debe traducir una
tercera persona y donde cada uno quita y pone según le place). Y, por si quedan
dudas, Mary Shelley decidió recrear la famosa «Historia del cautivo» (capítulos
XXXIX-XLI del Quijote, primera parte) en el capítulo 14 de la versión
corregida de 1831 de Frankenstein. Para que se hagan una idea de las
similitudes: en la «Historia del cautivo» del Quijote, un cristiano
secuestrado en un país musulmán es rescatado por una musulmana que está
dispuesta a abrazar la fe cristiana desposándose con el cautivo cristiano al
que va a ayudar a escapar; mientras que en la novela de Mary Shelley la
monstruosa criatura creada por el doctor Frankenstein conocerá a Safie, una
musulmana cuyo padre está preso en la cárcel de París y será ayudado por un
cristiano que ama a Safie. Las conexiones entre ambos relatos son evidentes,
pero no lo digo yo, sino que sesudos artículos académicos como el titulado
«Recycling Zoraida: The Muslim Heroine in Mary
Shelley’s Frankenstein» [«Reciclando a Zoraida: la heroína musulmana de Frankenstein
de Mary Shelley»], publicado en una revista tan prestigiosa como el Bulletin
of the Cervantes Society of America [Boletín de la Sociedad Cervantina
de América], certifican esta relación entre un texto y otro.
Hoy
día, no obstante, no corren tiempos tan buenos para el bueno de don Quijote.
Recuerdo, aún abrumado, una anécdota que me contaron no hace mucho: en una
cadena de librerías decidieron que a partir de ahora sería un programa
informático el que decidiría qué libros debían permanecer en las estanterías y
cuáles, por el contrario, debían ser retirados, ya que nadie había adquirido
ningún ejemplar en varios meses. A la hora de realizar el trabajo de retirada
de los ejemplares que no eran vendidos, se externalizaba el trabajo contratando
a alguien para esa tarea concreta, pues ver qué libros marcaba en rojo el
programa, buscarlos en los anaqueles y retirarlos en cajas sólo requería saber
leer (conocer el orden alfabético que inventó el bueno de Zenodoto ayudaba a localizar
los libros que debían ser retirados con mayor rapidez, pero no era
absolutamente necesario). El caso es que el programa informático no atendía ni
siquiera al hecho de que ciertas obras maestras de nuestra literatura han
quedado reducidas a lecturas obligatorias de diferentes estudios y que, por lo
tanto, sólo se venden al principio del curso académico. El empleado contratado
en una de estas librerías realizaba con eficacia su trabajo cuando una de las
libreras, algo veterana en estas lides, le detuvo un instante y le dijo:
—Disculpa,
pero este libro no lo retires, por favor.
El
muchacho, que estaba siendo concienzudo en su tarea, tuvo miedo de que se
detectara que no había sido escrupuloso en la realización del trabajo para el
que había sido contratado y, con el libro en cuestión aún en la mano,
argumentó:
—Es
que el título de este libro viene marcado en rojo en el programa.
La
veterana librera suspiró.
—Ya,
bueno. No importa. Yo asumo la responsabilidad. —Y con cuidado tomó el volumen
que el muchacho sólo cedió con el ceño fruncido y claras muestras de enojo en
el rostro. Como imaginarán, el libro en disputa no era otro que un ejemplar del
Quijote.
Conclusión: si Mary Shelley aprendió español para poder no ya leer sino degustar el Quijote, ¿no deberíamos todos los que ya tenemos la fortuna de saber español encontrar algún momento de nuestra vida para zambullirnos, aunque sólo sea un rato, en alguno de los maravillosos relatos que pueblan la irrepetible historia del maravilloso Don Quijote? Y pronto, antes de que los programas informáticos decidan que ya no debemos leerlo; o, para ser más justo, antes de que quienes programan los programas informáticos decidan que ya no debemos leerlo.
Referencia bibliográfica:
Posteguillo, Santiago. (2020). La noche en que Frankenstein leyó el
Quijote. Editorial Planeta.
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