El César Vallejo que yo conocí (Ciro Alegría)
Corría
el año 1917 y yo vivía con mis padres en una hacienda de la sierra del norte del
Perú, situada exactamente en las últimas estribaciones andinas de la provincia de
Huamachuco. Se llama Marcabal Grande y hasta esa hacienda llega ya, subiendo por
el cañón abismal del río Marañón, el rescoldo cálido de la selva amazónica.
Mi
vida había sido la de un niño campesino, hijo de hacendados, a quien su padre enseña
en el momento oportuno a leer y escribir pasablemente y las artes más necesarias
de nadar, cabalgar, tirar al lazo y no asustarse frente a los largos caminos y
las tormentas. Alternaba mis trajines por el campo, –donde me placía de modo especial
un paraje formado por cierto árbol grande y cierta piedra azul–, con lecturas de
Andersen, Las mil y una noches y otros libros maravillosos, entre ellos un grueso
volumen del naturalista Raimondi sobre viajes y exploraciones de la selva que
me parecía igualmente fantástico. Yo soñaba con ir a la selva, pero no como un sabio
a estudiarla sino como un pionero. Conquistaría ese mundo poblado de árboles
innumerables y de indios bravos.
A
los siete años de edad, tales eran mis conocimientos y mis anhelos, pero mis padres
abrigaban ideas más amplias sobre mi preparación y un día me anunciaron que
debía ir a Trujillo, una lejana ciudad de la costa, a estudiar. En compañía de un
hermano menor de mi padre, que pasó con nosotros sus vacaciones, hice el largo
viaje. Esos fueron para mí reveladores días en que trotamos a través de dos riscosas
cadenas de los Andes, bajando muchas veces hasta valles cálidos ubicados en el
fondo de las quebradas y los ríos y subiendo, otras tantas, hasta altos páramos
rodeados de rocas contorsionadas. Vimos muchos pueblos y aldeas y nos golpearon
frecuentemente los tenaces vientos y lluvias de marzo. Dado el fin de estas líneas,
debo apuntar que estuvimos en la ciudad de Huamachuco, capital de nuestra provincia,
y que saliendo de allí y al encaminarnos hacia una cordillera muy alta, se
abrió el camino a la ciudad de Santiago de Chuco, capital de la provincia limítrofe,
donde había nacido César Vallejo.
En
ese largo viaje a caballo, que duró siete días sin contar el tiempo que pasamos
en casa de amigos que mi padre tenía en la región, me impresionaron sobre todo
las altas montañas de los Andes, la puna enhiesta, llena de soledad y silencio y
una sobrecogedora dramaticidad que parece nacer de sus inmensas rocas que se parten,
formando abismos de vértigo o trepan y trepan con un terco afán de altura que
no se cansa de herir el toldo encapotado del cielo. A veces, el paisaje se
dulcifica un poco, tiene bondad de árboles frutales en los valles y ternura de
sombríos ondulantes en las laderas, pero todo ello no es sino una tregua,
porque predominan las rijosas montañas que se desnudan subiendo a diez o quince
mil o más pies de altura. En el alma de quien cruce los Andes o viva allí,
persistirá siempre la impresión, que es como una herida, del paisaje abrupto
hecho de elevadas mesetas, donde apenas crecen pajonales amarillentos, y de
roquedales clamantes. Hay tristeza y, sobre todo, una angustia permanente y
callada. Los habitantes de ese vasto drama geológico, casi todos ellos indios o
mestizos de indio y español, son silenciosos y duros y se parecen a los Andes.
Aun los de pura ascendencia hispánica o los foráneos recién llegados, acaban
por mostrar el sello de las influencias telúricas. Azotados por las
inclemencias de la naturaleza y las inclemencias sociales, –en exponer éstas ya
he empleado varios centenares de páginas– sufren un dolor que tiene una
dimensión de siglos y parece confundirse con la eternidad.
Todo
lo dicho viene a cuento porque, días después de aquel viaje, debía encontrar en
mi profesor César Vallejo, a un hombre que procedía de esos extraños lados del
mundo y los llevaba en sí. El caso es que llegamos a Trujillo, ciudad de la
costa clara y soleada, agradablemente cálida. En su ambiente colonial, con
trece iglesias de labrados altares y casas de grandes portones, patios amplios
y balcones de estilo morisco, daban su nota de modernidad los automóviles que
corrían por calles pavimentadas, la luz eléctrica, los trenes que traqueteaban
y pitaban yendo y viniendo de los valles azucareros o el puerto próximo. Mi
niñez, acostumbrada a la naturaleza virgen estaba muy asombrada de tanta
máquina y del cine y otras cosas más, inclusive de la numerosa gente locuaz,
que vestía a la moda. Hasta que un día, cuando mis piernas endurecidas y adoloridas
por la cabalgata se agilizaron, mi abuela resolvió mandarme a clase.
Un
circunspecto señor, cargado de años y sapiencia, estaba de visita en casa la noche
de un domingo, y entonces escuché, por primera vez el
nombre de Vallejo y las discusiones que provocaba. Se habló de que al día
siguiente iniciaría mis estudios.
— Si tuviera un nieto, –opinó el
señor en un tono de sugerencia– lo mandaría al Seminario. Está regido por
eclesiásticos y es muy conveniente...
Yo era todo oídos escuchando esa
conversación que me revelaba mi destino de estudiante. Mi abuela repuso con
dignidad:
— Es que su padre ha escrito que se
lo ponga en el Colegio Nacional de San Juan. Es lo que ha dicho
terminantemente. Todos los hombres de la familia se han educado allí.
— ¿Y a qué año va a ingresar?
— Al primer año de primaria...
El anciano por poco dio un salto y
luego dijo, muy excitado:
— ¡Mi señora!, esa ya no es
cuestión de colegios sino de buen sentido... ¿Sabe usted quién es el profesor
de primer año en San Juan? ¿Lo sabe usted? Pues ese que se dice poeta, ese
César Vallejo, un hombre a quien le falta un tornillo...
— Al fin y al cabo... para enseñar
el primer año... –dijo mi abuela tratando de calmarlo. Mas nuestro visitante
estaba evidentemente resuelto a salvar del peligro a un pobre niño indefenso
como yo y argumentó:
— No, no, mi señora... Ese Vallejo,
si no es un idiota, es cuando menos un loco. ¿No podrían ponerlo en segundo
año? Al entrar
me sorprendió ver que el niño estaba leyendo el periódico...
Mi
presunto salvador puso una cara de desconsuelo cuando mi abuela apuntó:
—
Sí, ya sabe leer y escribir aceptablemente, pero no las otras materias que se enseñan
en el primer año.
El
anciano estaba evidentemente resuelto a agotar todos sus recursos para librar a
mi pobre cerebro de influencias perturbadoras y tomó un rumbo más pacificador.
—
Pero no me va usted a discutir, señora mía, que en cuanto a educación y
especialmente en cuanto a religión se refiere, el Seminario es el mejor
colegio. Está adquiriendo mucho prestigio...
Y
mi abuela:
—
En San Juan también enseñan la religión, según el reglamento de estudios y no
son anticatólicos...
El
señor abandonó la partida, pero sin duda para consolarse a sí mismo, se puso a
hacer consideraciones fatales para el modernismo y no sé cuántos ismos más y luego
echó rayos y centellas de carácter estético contra el arte de mi profesor, todo
lo cual no entendí. Marchóse por fin, llevándose una expresión de discreta
contrariedad y no sin desearme buena suerte en una forma entre esperanzada y
compasiva.
Me
fue difícil conciliar el sueño en medio de la inquietud que se apodera de un niño
que irá a la escuela por primera vez y pensando en mi profesor, que según decían
era poeta y a quien el severo anciano había llamado loco cuando no idiota.
Mi
compañero de viaje, que era también estudiante del mismo colegio, me llevó
hasta el local.
—
Por aquí no entran ustedes, –me dijo al llegar a una gran puerta sobre la cual se
leía la inscripción DIOS y LA PATRIA– esta puerta es para nosotros los de la sección
media. Vamos por allá...
Caminamos
hasta la esquina y, volteando, se abrió a media cuadra la puerta que usaban los
profesores y alumnos de la sección primaria. Nos detuvimos de pronto y mi tío
presentóme a quien debía ser mi profesor. Junto a la puerta estaba parado César
Vallejo. Magro, cetrino, casi hierático, me pareció un árbol deshojado. Su traje
era oscuro como su piel oscura. Por primera vez vi el intenso brillo de sus
ojos cuando se inclinó a preguntarme, con una tierna atención, mi nombre.
Cambió luego unas cuantas palabras con mi tío y, al irse éste, me dijo: “Vente
por acá”.
Entramos
a un pequeño patio donde jugaban muchos niños. Hacia uno de los lados estaba el
salón de los del primer año. Ya allí, se puso a levantar la tapa de las carpetas
para ver las que estaban desocupadas, según había o no prendas en su interior,
y me señaló una de la primera fila diciéndome:
—
Aquí te vas a sentar... Pon adentro tus cositas... No, así no... Hay que ser ordenado.
La pizarra, que es más grande, debajo y encima tu libro... También tu gorrita...
Cuando
dejé arregladas todas mis cosas, siguió:
—
Muchos niños prefieren sentarse más atrás, porque no quieren que se les pregunte
mucho... Pero tú vas a ser un buen niño, buen estudiante, ¿no es cierto? Yo no
sabía nada de las pequeñas mañas de los chicos, de modo que no entendía bien a
qué se refería, pero contesté con ingenuidad:
—
Sí, mi mamita me ha dicho que estudie mucho...
Él
sonrió dejando ver unos dientes blanquísimos y luego me condujo hasta la puerta.
Llamó a uno de los chicuelos que estaban por allí jugando la pega y le dijo:
—
Este es un niño nuevo: llévalo a jugar...
Entonces
se marchó y vinieron otros chicos, todos los cuales se pusieron a mirarme curiosamente,
sonriendo. “¡Serrano chaposo!”, comentó uno viendo mis mejillas coloradas, pues
los habitantes de la costa tienen generalmente la cara pálida.
Los
demás se echaron a reír. El chico encargado de llevarme a jugar, me preguntó sabiamente:
—
¿Sabes jugar la pega?
Le
dije que no, y él sentenció:
—
Eres muy nuevo para saber jugar.
Me
dejaron para seguir correteando. Yo estaba muy azorado y el bullicio que armaban
todos me aturdía. Busqué con la mirada a mi profesor y lo vi de nuevo parado
junto a la puerta, moreno y enjuto, conversando con otro profesor gordo y de
bigote erguido, buen hombre a quien yo también habría de llamar Champollion, como
hacían los estudiantes desde muchas generaciones atrás. No me atreví a ir hacia
ellos y caminé al azar. Cruzando otra puerta, llegué a un gran patio donde había
muchos más niños. Nadie me miraba ni decía nada. Seguí caminando y encontré
otro patio, donde los estudiantes eran más grandes. Por allí se hallaba mi tío.
Había muchos patios, muchos salones, muchas arquerías. Las paredes estaban pintadas
de un rojo claro, casi sonrosado, quizá para templar la severidad de un edificio
que, en antiguos tiempos, había sido convento. Sonó la campana y yo no supe
volver a mi salón. Me perdí, entrando equivocadamente a otro. Vino a sacarme de
mi confusión el propio Vallejo quien, al notar mi ausencia, se había puesto a
buscarme de salón en salón. Cogiéndome de la mano, me llevó con él. Aún recuerdo
la sensación que me produjo su mano fría, grande y nudosa, apretando mi pequeña
mano tímida y huidiza debido al azoro. Me quise soltar y él me la retuvo.
Mientras caminábamos por los amplios corredores desiertos, me iba diciendo sin
que yo atinara a responderle:
—
¿Por qué te pusiste a caminar? ¿Te encontraste solo? Un niñito como tú no debe
irse lejos de su salón ni de su patio... Este colegio es muy grande... ¿Estás triste?
Llegamos
a nuestro salón y me condujo hasta mi banco. El pasó a ocupar su mesa, situada
a la misma altura de nuestras carpetas y muy cerca de ellas, de modo que
hablaba casi junto a nosotros. En ese momento me di cuenta de que el profesor no
se recortaba el pelo como todos los hombres, sino que usaba una gran melena lacia,
abundante, nigérrima. Sin saber a qué atribuirlo, pregunté en voz baja a mi
compañero de banco: “¿Y por qué tiene el pelo así?” “Porque es poeta”, me cuchicheó.
La personalidad de Vallejo se me antojó un tanto misteriosa y comencé a hacerme
muchas preguntas que no podía contestar. Él había de sacarme de mi perplejidad
dando, con la regla, dos golpecitos en la mesa. Era su modo de pedir atención.
Anunció que iba a dictar la clase de geografía y, engarfiando los dedos para
simular con sus flacas y morenas manos la forma de la tierra, comenzó a decir:
—
Niñosh... la Tierra esh redonda como una naranja... Eshta mishma Tierra en que
vivimosh y vemosh como shi fuera plana, esh redonda.
Hablaba
lentamente, silbando en forma peculiar las eses, que así suelen pronunciarlas los
naturales de Santiago de Chuco, hasta el punto en que por tal característica son
reconocidos por los moradores de las otras provincias de la región.
Se
levantó después para dibujar la Tierra en el pizarrón y durante toda la clase
nos repitió que era redonda, no siendo eso lo único sorprendente sino también
que giraba sobre sí misma. Dio como pruebas las de la salida y puesta del sol,
la forma en que aparecen y desaparecen los barcos en el mar y otras más. Yo
estaba sencillamente maravillado, tanto de que este mundo en el cual vivimos
fuera redondo y girara sobre sí mismo, como de lo mucho que sabía mi profesor.
Cuando la campana sonó anunciando el recreo, César Vallejo se limpió la tiza
que blanqueaba sobre una de sus mangas, se alisó la melena haciendo correr
entre ella los garfios de sus dedos, y salió. Fue a pararse de nuevo junto a la
puerta y estuvo allí haciendo como que conversaba con los otros profesores.
Digo esto porque tenía un aire muy distraído.
De
nuevo en el salón, era hora de estudio. La próxima sería de lectura. Había que
repasar la lección. Me llevó junto a él y abrió mi libro en la sección de Pato.
Tuve
confianza en mi sabiduría y le dije:
—
Ya pasé Pato hace tiempo. También Rosita y Pepito. Yo sé todo este libro...
Vallejo
me miró inquisitivamente:
—
¿Sabes también escribir?
A
mi pregunta afirmativa, me pidió que escribiera mi nombre y después el suyo.
Dudé entre la be labial y la otra para escribir su apellido, pero tuve suerte
al decidirme y salí bien. Me probó con otras palabras y una frase larga. La
cosa parecía divertirle. Después me preguntó:
—
Y si sabes leer y escribir, ¿por qué te han puesto en primer año?
—
Porque no sé otras cosas...
Entonces
me dijo que fuera a sentarme. Traté de conversar con mi compañero de banco,
quien me cuchicheó que estaba prohibido hablar durante la hora de estudio. Miré
a mi profesor. César Vallejo, –siempre me ha parecido que esa fue
la primera vez que lo vi–, estaba con las manos sobre la mesa y la cara vuelta
hacia la puerta. Bajo la abundosa melena negra, su faz mostraba líneas duras y
definidas. La nariz era enérgica y el mentón, más enérgico todavía, sobresalía
en la parte inferior como una quilla. Sus ojos oscuros, –no recuerdo si eran
grises o negros– brillaban como si hubiera lágrimas en ellos. Su traje era uno
viejo y luido y, cerrando la abertura del cuello blanco, una pequeña corbata de
lazo anudada con descuido. Se puso a fumar y siguió mirando hacia la puerta,
por la cual entraba la clara luz de abril. Pensaba o soñaba quién sabe qué
cosas. De todo su ser fluía una gran tristeza. Nunca he visto un hombre que
pareciera más triste. Su dolor era a la vez una secreta y ostensible condición,
que terminó por contagiarme. Cierta extraña e inexplicable pena me sobrecogió. Aunque
a primera vista pudiera parecer tranquilo, había algo profundamente desgarrado
en aquel hombre que yo no entendí sino sentí con toda mi despierta y alerta
sensibilidad de niño. De pronto, me encontré pensando en mis lares nativos, en
las montañas que había cruzado, en toda la vida que dejé atrás. Volviendo a
examinar los rasgos de mi profesor, le encontré parecido a Cayetano Oruna, peón
de nuestra hacienda a quien llamábamos Cayo. Este era más alto y fornido, pero
la cara y el aire entre solemne y triste de ambos, tenía gran semejanza.
El
hombre Vallejo se me antojó como un mensaje de la tierra y seguí
contemplándolo. Tiró el cigarrillo, se apretó la frente, se alisó otra vez la
sombría melena y volvió a su quietud. Su boca contraíase en un rictus doloroso.
Cayo y él. Mas la personalidad de Vallejo inquietaba tan sólo de ser vista. Yo
estaba definitivamente conturbado y sospeché que, de tanto sufrir y por
irradiar así tristeza, Vallejo tenía que ver tal vez con el misterio de la
poesía. Él se volvió súbitamente y me miró y nos miró a todos. Los chicos
estaban leyendo sus libros y abrí también el mío. No veía las letras y quise
llorar...
Así
fue como encontré a César Vallejo y así como lo vi, tal si fuera por primera vez.
Las palabras que le oí sobre la Tierra son también las que más se me han grabado
en la memoria. El tiempo había de revelarme nuevos aspectos de su persona, los
largos silencios en que caía, su actitud de tristeza inacabable y otros que ya
aparecerán en estas líneas.
Por
la noche, durante la comida, me preguntaron en casa:
—
¿Te gusta tu profesor?
—
Sí, –respondí.
Era
inexacto. No me había gustado precisamente. Me había impresionado y conturbado,
interesándome, pero no sin producirme una sensación de lejanía. Después de la
comida, por indicación de mi abuela, escribí a papá. Un pequeño lápiz romo fue
garabateando mis impresiones. Cuando llegué a las del colegio y Vallejo, no
supe qué decir sobre él. Después de pensarlo mucho y ensayar varias explicaciones,
escribí que mi profesor se parecía a Cayo Oruna. Tiempo después, supe que, al
leer la carta, mi madre había sonreído con dulzura y mi padre se dio a pensar
en el poeta. Amaba a su pueblo y pudo otear a Vallejo desde el fondo de su alma
llena de quebrados horizontes andinos.
En
Trujillo, Vallejo tenía detractores tenaces, así como partidarios acérrimos. En
casa, como en todas las de la ciudad, las opiniones estaban divididas. Los más
lo atacaban. Mi tía Rosa, persona muy culta y dada a leer, que escribía a
hurtadillas, era su admiradora incondicional. “¡Es un gran poeta, es un
genio!”, decía casi gritando, en medio del barullo de las discusiones. Recuerdo
perfectamente, que, cierta vez, llegó un tío mío enarbolando un diario en el
cual había un poema de Vallejo. Avanzó hacia nosotros.
—
A ver, Rosita, quiero que me expliques esto: ¿Dónde estarán sus manos que en actitud
contrita, planchaban en las tardes por venir? ¿Esto es poesía o una charada? A ver,
explícame...
Mi
tía Rosa tomó el diario y, a medida que iba leyendo, su faz enrojecía. La mujercita
frágil y nerviosa que era, se irguió por fin llena de rabia:
—
Este es un hermoso poema y si no lo entiendes, la culpa no es de Vallejo sino tuya,
que eres un bruto...
La
discusión se armó de nuevo.
Mientras
tanto, yo continuaba yendo a clase. César Vallejo nos enseñaba rudimentos de
historia, geografía, religión, matemáticas y a leer y escribir. También trataba
de enseñamos a cantar, pero nosotros lo hacíamos mejor que él, pues tenía muy
mala voz. En cuanto a marchar, no se preocupaba de que lo hiciéramos bien, cosa
en que ponían gran empeño con sus discípulos los maestros de grados superiores.
Cuando
los alumnos del colegio pasábamos en formación por las calles, yendo al campo
de paseo o en los desfiles del 28 de julio, los del primer año de primaria, con
nuestro melenudo profesor a la cabeza, no marcábamos regularmente el paso y
éramos una tropilla bastante desgarbada. Oíamos que la gente estacionada en las
aceras murmuraba viendo a nuestro profesor: “¡Ahí va Vallejo!”, “¡Ahí va
Vallejo!”
Algo
que le complacía mucho era hacernos contar historias, hablar de las cosas triviales
que veíamos cada día. He pensado después en que, sin duda, encontraba deleite
en ver la vida a través de la mirada limpia de los niños y sorprendía secretas fuentes
de poesía en su lenguaje lleno de impensadas metáforas. Tal vez trataba también
de despertar nuestras aptitudes de observación y creación. Lo cierto es que,
frecuentemente, nos decía: “Vamos a conversar”... Cierta vez, se interesó
grandemente en el relato que yo hice acerca de las aves de corral de mi casa.
Me tuvo toda la hora contando como peleaban el pavo y el gallo, la forma en que
la pata nadaba con sus crías en el pozo y cosas así. Cuando me callaba, ahí
estaba él con una pregunta acuciante. Sonreía mirándome con sus ojos brillantes
y daba golpecitos con la yema de los dedos sobre la mesa. Cuando la campana
sonó anunciando el recreo, me dijo: “Has contado bien”. Sospecho que ése fue mi
primer éxito literario.
No
siempre le producían placer nuestros relatos. Un día, llamó a un muchachito que
era decididamente tardo. El pequeño, quizá más trabado por el mal talante que
traía nuestro profesor, –tenía la boca y el entrecejo fieramente fruncidos–, no
pudo decir casi nada, repitió varias veces la misma frase y de repente calló.
“Siéntese”, le ordenó con cierta despectiva rudeza. El chiquillo se fue a su
banco y, cruzando los brazos metió entre ellos la cabeza y se puso a llorar
ahogadamente. Vallejo se incorporó estremecido y fue hasta el pequeño. Estrechándole
las manos lo llevó hasta su mesa, donde le acarició la cabeza y las mejillas
hasta calmarlo. Sacó un gran pañuelo para enjugar las lágrimas que brillaban
aún sobre la carita trigueña y luego se quedó mirándolo largamente. Sin duda,
en la desconsolada angustia del narrador frustrado, sintió ésa que a él mismo
solía oprimirlo muchas veces y ha aludido en sus versos. Cuando recuerdo
aquella ocasión, me parece verlo arrodillado con la mirada, sufriendo por el
niño y él y todos los hombres. Pero había ratos en que la alegría se paseaba
por su alma como el sol por las lomas y entonces era uno más entre nosotros,
salvo que grande y con la autoridad necesaria para tomarse tremendas ventajas.
Había que verlo cuando hacía de detective.
Estaba
prohibido comer frutas o chupar caramelos durante la hora de clase. Los chicos
solíamos comprar preferentemente, por la razón de que eran abundantes y
baratos, unos caramelos a los que llamábamos cuadrados, mercancía que más
prodigaba la escasa generosidad de los dulceros estacionados en la esquina del
plantel. Vallejo, con la cara metida en el libro, fingía leer mientras alguno
le daba la lección, pero lo que en realidad hacía era echar, bajo las cejas,
miradas exploradoras sobre toda la clase. Cuando descubría a algún delincuente,
se erguía con una sonrisa triunfal y, yendo hacia él, lo amonestaba: “¿No he
dicho que no coman cuadrados en clase?” En seguida le quitaba los caramelos,
sacándolos con aspaventera diligencia de los bolsillos, y los repartía entre
todos o los más próximos, según la cantidad. Nunca supe si lo que le gustaba
más era sorprender a los infractores o repartir los caramelos entre los chicos.
Durante tales batidas, nos embargaba su mismo espíritu juguetón y reíamos todos
llenos de felicidad.
El
reglamento prescribía el castigo de reclusión para los que tuvieran mala
conducta o no dieran bien sus lecciones. César Vallejo, durante todo el día,
iba formando una lista de los que hablaban durante la hora de estudio o no
sabían la lección, pero, a la hora de salida, rompía la tirilla de papel en
pedazos. Se comprende que no otorgábamos mucha importancia al hecho de ser apuntados
en su lista, pero de tiempo en tiempo y, sin duda, para que no nos
propasáramos, solía darnos sorpresas y, a las cuatro de la tarde, entregaba la
compungida cuota de reclusos del primer año de primaria, al inspector de turno.
Su castigo usual era simple y directo: un tirón de los cabellos que quedan a la
altura de las sienes.
Por
las mañanas, llegaba a clase minutos después de la primera campanada y aun con
un retardo más considerable. Entrábamos a las ocho, pero acaso se entregaba mucho
a la vigilia de la creación o a trasnochar en compañía de amigos, –que lo eran
suyos todos los escritores jóvenes de la ciudad– o a sus estudios de
universitario, de modo que el sueño lo retenía demasiado. Su impuntualidad
alcanzó tal grado que, cierta mañana, el propio rector del colegio acudió a ver
lo que pasaba y se puso a tomarnos la lección. Cuando Vallejo arribó, se
produjo una escena embarazosa que el rector cortó diciéndole que pasara por su
oficina a la hora de salida.
Durante
un tiempo estuvo llegando temprano, pero después volvió a las andadas y, aunque
ya no con tanta frecuencia, seguía presentándose tarde. Fuera del colegio, sus
versos continuaban provocando la consiguiente reacción de comentarios ácidos y
laudatorios e inclusive de protestas. Corrió la noticia de que nuestro profesor
había sido asaltado durante la noche por un grupo de individuos que trataron de
cortarle la melena. Él se había defendido dando feroces puñetazos y puntapiés.
Miré con curiosidad su melena de león. Estaba intacta. Me pareció que, durante
esos días, tanto como, sin duda, le duró la impresión del ataque, su tristeza
habitual tenía algo de violencia contenida y acendrada amargura.
Me
conmovió mucho el asalto, no alcanzando a explicármelo. He de decir que para
ese tiempo ya me había vuelto un admirador de Vallejo, si cabe la expresión. Fue
que un día, decidido a examinar esa misteriosa e incomprensible poesía por mí
mismo, me atreví a pedir a tía Rosa los versos de mi profesor, que ella
recortaba sin dejar uno y guardaba celosamente. Al dármelos, hundió los lirios
de sus manos en mis cabellos y me dijo que, si no los entendía, no pensara mal
del autor. Metido en mi cuarto, de bruces sobre la mesa y los poemas, me di cuenta,
primeramente, de que tenían muchas palabras cuyo significado ignoraba. Busqué
un grueso diccionario que apenas podía cargar y me dediqué a una exploración
que me resultaba muy difícil.
Lejana
vibración de esquilas mustias, en el aire derrama la fragancia rural de sus
angustias. A buscar la palabra esquilas. A buscar mustias. A medida que
avanzaba en mi penosa lectura, me iban asaltando y dejando muchas y contradictorias
emociones. Sufría y gozaba, me esperanzaba y desconsolaba. Me invadió un pleno
sentimiento de felicidad cuando, en ese mismo poema, pude captar al gallo
“aleteando la pena de su canto”. Entendiendo y no entendiendo, el poema
“Aldeana”, uno de los primeros publicados por Vallejo, me pareció muy hermoso.
La emoción del crepúsculo rural, los sonidos y los colores de la tarde muriente
me envolvieron. ¿Qué secreta cualidad hacía que ese hombre escribiera así?
Encontré poemas menos pictóricos que no entendí de principio a fin y al leer
“Idilio muerto”, la pregunta hecha a mi tía Rosa en pasados meses, me pareció
formulada a mí mismo. Yo tampoco entendía lo referente a las manos y muchas
líneas más. De todos modos, me consolé con lo poco que había comprendido y
pensé que acaso, cuando yo fuera grande... Entregué a tía Rosa sus recortes sin
decirle media palabra y ella no me dijo nada tampoco. Pese a sus momentáneas
exaltaciones, era muy fina y seguramente temió herirme si sus preguntas
resultaban, indiscretas. Más, desde aquella vez, me alegraba como si hablara en
mi nombre cuando ella elogiaba a César Vallejo y me sentí más cerca de mi
profesor. Algo había podido apreciar de la belleza que prodigaba en sus versos.
En cuanto a su hosquedad y su tristeza... bueno, Cayo Oruna... y uno está tan
sólo a veces... Porque yo me sentía muy solo en el colegio... Los muchachitos
solían burlarse de mi condición de “serrano” y de que tenía chapas y era muy
ingenuo. De modo que cuando corrió la voz del asalto a Vallejo, yo tuve una
gran pena y sentí ganas de rebelarme contra alguien. Que dejaran en paz a ese
hombre. Él era un gran poeta. En todo caso, no hacía mal a nadie con su melena
y con sus versos... Y el profesor, que era a la vez un artista triste y solo,
seguía dándonos clase y el tiempo pasaba. En las horas de conversación, me
hacía hablar no sólo de lo visto por mí sino de lo que había oído contar.
Recuerdo que le impresionó la historia de un ciego que vivía en una hacienda
próxima a la nuestra, quien iba de un lado a otro por los ásperos senderos de
la serranía, tal como si tuviera ojos y podía reconocer por el timbre de la voz
a personas a las cuales no había oído durante años y además era adivino. Una
tarde me preguntó –“¿Tú lees otros libros?” Le informé y me dijo que, como ya
sabía el reglamentario, llevara otros para leer. Claro que cargué hasta el
salón de clase los libros de cuentos que me obsequiaban mis parientes o yo
compraba con mis propinas y también las revistas y libros que mi tía Rosa quería
prestarme sacándolos de su biblioteca personal. A veces, Vallejo me preguntaba sobre
mis lecturas y, por mi parte, nunca le conté que me había atrevido sus versos.
Temía que me interrogara si los había entendido y, en tal caso, tener que
confesarle que no del todo, que en buenas cuentas casi nada o nada. No consideraba
suficiente excusa la posibilidad de explicarle que tía Rosa me había advertido
que yo era muy niño para poder apreciar esos poemas. Así que me callaba esperando
tiempos mejores. Sería grande y podría hablar con el mismo señor Vallejo de sus
versos y de toda clase de versos. Cuando una vez me pidió que recitara algo, me
guardé las esquilas en el fondo del pecho y dije uno de los más simples versos
infantiles que sabía. Era uno que comenzaba así:
Oyes
el zorzal, María?
Desde
el arbusto florido
en
donde tiene su nido,
al
cielo su canto envía.
Los
jueves por la tarde, íbamos de paseo a un lugar situado no muy lejos de la ciudad,
donde jugábamos a la pelota y corríamos. A raíz de mi recitación, me llamó a su
lado una de esas tardes y, sentados sobre la grama, me pidió que le recitara
todos los versos que sabía. Así lo hice, teniendo que repetir varias veces el que
dejó apuntado, y me regaló una naranja. Después, se quedó sumido en un gran
silencio. Su expresión plácida de momentos antes había desaparecido. Inmóvil, con
las manos sobre las rodillas, parecía mirar a los chicos que jugaban al fútbol
y habían señalado el emplazamiento de los arqueros con montones formados por
sus sacos y gorras. Noté que las incidencias del juego no le interesaban y que,
en suma, no estaba viendo nada. Su prolongado silenció llegó a incomodarme. Yo
no sabía qué decir ni qué hacer. Él estaba como ausente y yo esperaba en vano
que me permitiera marcharme. “¿Puedo irme?”, le pregunté. Su silencio y su inmovilidad
persistieron. Casi furtivamente, me escurrí de su lado, corrí a dejar mi saco y
mi gorrita en uno de los montones y me puse a patear la pelota... En el tiempo
que siguió, –creo que ya habíamos pasado del medio año de estudios– nuestro
profesor me trataba con cierta cordialidad. Cuando tropezaba conmigo en su
camino, me daba una amistosa palmadita en el cogote. Pero no podría decir que,
entre mí y los otros niños, hacía una deferencia muy especial. Posiblemente pensaba:
“este es un muchachito al que le gusta leer” y me daba rienda suelta en eso. En
cambio, yo, lenta y progresivamente, había ido adquiriendo una fe ciega en él.
Hay cierta predisposición al partidarismo en el alma de los jóvenes y los niños
y, en cuanto a Vallejo, yo me había vuelto un definido parcial suyo. No me
cabía duda de que ese hombre extraño era un gran artista, aunque a nadie hubiera
podido explicarle bien por qué lo creía. Esta ocasión llegó una tarde, antes de
clase. Uno de mis compañeros manifestó que su padre afirmaba que Vallejo no era
nadie, ni siquiera como poeta. Mi madre me había dicho que honrara y respetara a
los maestros, porque su tarea es muy noble y le reproché:
—¿Y
qué? Es profesor y eso es bueno...
—¿Crees
que ser profesor es una gran cosa? Y todavía ser el último profesor de un
colegio, el de primer año... Un “muertodehambre”...
Recién
comencé a darme cuenta del desdén con que se mira a los profesores en el Perú.
El chico que hablaba era miembro de una de las grandes familias de la ciudad, e
hijo de un médico famoso. Estaba muy pagado de todo ello y, para terminar de
apabullar al pobre profesor, dijo:
—
Ni siquiera como poeta sirve... mejor es Chocano. Es lo que dice mi padre, que
sabe lo que habla.
—
Es un gran poeta, –repliqué muy afirmativamente.
—
¿Qué sabes tú? ¿Crees que porque te deja leer libros puedes hablar?
—
Es un gran poeta, –insistí.
—
A ver, dinos por qué es un gran poeta...
No
supe qué razones aducir. Referirme a la opinión de tía Rosa no me parecía suficiente.
Hubiera querido decir algo definitivo.
—
Dinos ahorita mismo por qué es un gran poeta, –repitió mi oponente.
Yo
estaba perplejo. Como a algunos pugilistas en trance de caer vencidos, me salvó
la campana.
Día
a día, lección a lección, el año de estudios pasó. Llegaron los exámenes y nuestro
profesor nos aprobó a todos, citándonos para la ceremonia de la repartición de
premios, que se realizaría a fines de diciembre.
La
fecha llegó. Esa noche, el gran patio de honor del Colegio Nacional de San Juan
estaba de gala. Profusamente alumbrado y con asientos arreglados en forma de
galerías, mostraba al fondo un estrado donde tomaron asiento el rector y los profesores.
Casi todos llevaban vestido de etiqueta. Las familias de los alumnos fueron
acomodadas delante y, nosotros, a los lados y detrás. Los mocosos del primer año
fuimos lanzados a una de las últimas filas. Debido a que Vallejo ocupaba un
lugar muy secundario en el estrado, sólo se le podía ver la cabeza. Pero ella, grande
de melena y cetrina de tez, resaltaba claramente entre tanta pechera blanca y
tanta luz... y entre tanta cabeza sin carácter.
No
viene al caso que detalle la ceremonia. Es sí, pertinente, que refiera que no me
tocó ningún premio por que como éramos varios los que obtuvimos las primeras notas,
los habían sorteado y los favorecidos fueron otros. Casi al terminar el acto,
Vallejo abandonó el estrado y vino hacia nosotros. Viéndome sin ninguna cartulina
de premio en la mano, recordó lo ocurrido y me dijo: “No te importe la suerte”.
Cambió algunas palabras más con muchos de nosotros, nos preguntó a varios dónde
pasaríamos las vacaciones y luego se marchó. Al poco rato, pudimos advertir
que, en vez de volver al estrado, se había puesto a pasear por los corredores. En
medio de la penumbra que arrojaban las arquerías, veíase apenas su silueta negra,
alargada, casi fantasmal, tras el cocuyo de su cigarrillo. Cuando el rector,
solemnemente, declaró clausurado el año escolar, César Vallejo se dirigió a la
puerta y salió, confundiéndose entre la muchedumbre formada por los estudiantes
y sus familias. Instantes después, lo volví a ver en la calle, yendo hacia la
plaza de la ciudad. Magro, lento, se perdió a lo lejos… Pude haberle dicho
adiós, pues no volvería a verlo más. Cuando las clases se reabrieron, César Vallejo
no dictaba ya el primer año ni ninguno. Al recordarlo, siempre tuve la impresión
de que estaría haciendo un duro camino de artista y hombre cargado de penas y
distancias.
Publicado en Cuadernos Americanos,
México, noviembre-diciembre 1944.
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